José Manuel Ballester, peatón de Sâo Paulo

  Figura clave de la escena española contemporánea, y peatón y decidor, mediante el pincel o más a menudo mediante la cámara, de muchas ciudades (su Madrid natal, Berlín, Chicago, Shanghai y otras ciudades chinas), en septiembre de 2007 el pintor y fotógrafo José Manuel Ballester llegó a Sâo Paulo en mi compañía. El objetivo del viaje era realizar una fotovisión de la gran metrópolis brasileña, con el hilo conductor de algunos de los hitos de la arquitectura moderna, allá. Yo le acompañaba como autor de la selección inicial de edificios, y como futuro co-autor de un fotolibro. Ahora el libro con sus fotografías y mis textos ya está listo para ser publicado en breve, y escribo estas breves palabras para el catálogo de la muestra de algunas de esas fotografías, muestra que se celebrará en la Pinacoteca do Estado, precisamente uno de los edificios a los cuales nos condujo nuestra peregrinación paulista.
  Ni Ballester ni yo hemos pretendido agotar, abarcar entera, metrópolis tan proliferante, tan inabarcable, como es hoy Sâo Paulo. Si eso ya era difícil en la época de los modernistas, de la Paulicéia desvairada, qué decir de aquello en que ha devenido. Modernos flâneurs, nos servimos de nuestros recuerdos, de nuestras lecturas, del manejo de una guía de arquitectura (Quando o Brasil era moderno, 2001, de Lauro Cavalcanti) que llevábamos siempre encima, de la contemplación de algunas películas (entre ellas la Sinfonia da Metrópole a lo Walter Ruttmann que en 1929, y en blanco y negro, compusieron Adalberto Kemeny y Rudolf Rex Lustig) y por supuesto de algunas fotografías, como por ejemplo, en la década del treinta, las de Benedito Junqueira Duarte, colaborador de Mário de Andrade en el departamento de Cultura, y también cineasta, y del que visitamos con Jorge Schwartz una muestra municipal y excelente; o las del antropólogo Claude Lévi Strauss, recogidas mucho más tarde en el álbum Saudades do Brasil (1994); o las de Hildegard Rosenthal, que por mi parte le debo precisamente a Jorge Schwartz...
  Nuestro primer destino fue, la primera tarde que pasamos en la ciudad, y como no podía ser de otro modo, el Copan, la obra maestra paulista del Oscar Niemeyer fifties. El elogio de la curva y de lo orgánico, la gran serpiente, la colmena, la utopía realizada, la pequeña ciudad dentro de la ciudad, los bajos porticados y serpenteantes y en ellos uno de los cafés más emblemáticos de la ciudad. Sâo Paulo y sus alrededores, vistos desde lo alto de este observatorio único, rodeado por lo demás por otros edificios emblemáticos, como el Italia, de Franz Heep, que es un poco posterior. Sâo Paulo, su cielo, en el crepúsculo de oro, desde una de las estrechas ventanas panorámicas del Copan, con algo de troneras: una de las grandes imágenes que le ha inspirado a Ballester la conurbación paulista. (No somos los únicos fans del Copan: en la Pinacoteca do Estado, nos haremos con el diario copaniano de mi amigo Jürgen Partenheimer, editado por el museo con motivo de una exposición de sus dibujos).
  Siempre a propósito de Niemeyer, costaba trabajo, durante los días que pasamos juntos trabajando en Sâo Paulo, arrancarle a Ballester del Parque de Ibirapuera, y más concretamente, de los edificios de la Bienal, a los cuales volvía una y otra vez, como atraído por un poderoso imán. La mezcla niemeyeriana de funcionalismo y organicismo, produce ahí espacios como soñados. Las fotografías -también hay algún video- que él tomó de todo aquello -la grácil marquise, el edificio de la Bienal propiamente dicho, la Oca y su interior despojado- son absolutamente excepcionales, y constituyen, por así decirlo, el núcleo duro de su visión de Sâo Paulo. Imágenes próximas al blanco, y que poseen un altísimo grado de pureza, son "ballesterianas" a más no poder, y a la vez consiguen retener y transmitir la esencia de la poética niemeyeriana, en el momento mismo de su consolidación.
  Hacia atrás en el tiempo, nos remontamos a las primerísimas vanguardias, a los pioneros absolutos de la modernidad brasileña, a los tiempos en los cuales Le Corbusier todavía no había visitado el país. El ucraniano Gregori Warchawchik, formado en Roma, llegado en 1924, es, en ese sentido, el primer nombre al cual hay que hacer referencia, con su propia casa modernista, en Vila Mariana, y con otras viviendas unifamiliares, en Higienópolis. Por mi parte, recordando una visita anterior a la casa de Warchawchik y a sus jardines, hoy "Parque modernista", le había “vendido” a Ballester que aquello tenía un poco el aire de una ruina maya. Pero no. Por suerte, la casa ha sido salvada y restaurada. Gratas horas pasadas en ella, y en su jardín tropical, obra de Mina Klabin, la mujer del arquitecto, y alguien que ha de ser contemplada como la precursora de Roberto Burle Marx. Fotografías y, de nuevo, video, con el sonido ambiente de los pájaros, pero también de los aviones despegando y aterrizando en el vecino aeropuerto de Guarulhas.
  Una imagen especialmente intensa es la que aquí resume la vivencia de Ballester, de otra casa obra de Warchawchik, la que fuera, a dos pasos de la anterior, la vivienda y estudio del pintor lituano brasileñizado Lasar Segall, concuñado del arquitecto, ya que casado con otra de las hermanas Klabin. Con su potente estructura metálica, el gran ventanal del que fuera el estudio de Segall, hoy taller de grabado donde trabajan jóvenes artistas, se convierte, contemplado por el madrileño, en una pieza minimalista, pero de un minimalismo en el cual se insinúa la vegetación tropical.
  Durante los días que pasamos juntos en Sâo Paulo, creo que le transmití a Ballester, algo de mi pasión por los poetas y los pintores que eran coetáneos de Warchawchik, gente empapada de cubismo, de futurismo, de Esprit Nouveau, como los ya aludidos Mário de Andrade y Lasar Segall, como Oswald de Andrade, como Luíz Aranha el de los Cocktails, como Tarsila do Amaral –de la cual no mucho después yo comisariaría una retrospectiva madrileña-, como Anita Malfatti, como Victor Brecheret... Gente que aclimató todo eso, al Trópico, siendo los casos de Oswald y de Tarsila, "Tarsiwald", los más significativos en ese sentido, sobre todo en su común período antropofágico. Más, por supuesto, el suizo francés Blaise Cendrars, que en 1924, fecha de su primera estancia allá, dos años después de la Semana de Arte Moderna, se quedó absolutamente entusiasmado con la metrópolis, y con aquel grupo de poetas y pintores con los cuales se encontró enseguida en sintonía, y que habían llamado Klaxon a la revista que les servía como plataforma.
  Un lugar donde Ballester y yo respiramos, tal vez como en ninguno otro, el perfume de aquella época dorada, fueron las viviendas unifamiliares de Flávio de Carvalho, en el barrio de Jardins, no muy lejos de donde se alza la galería DAN, sin cuyo impulso este proyecto no habría podido plantearse y llevarse a feliz término. Blancos y modestos edificios de comienzos de los años treinta, estilo barco, hoy bastante desfigurados -no son los únicos que precisan una restauración-, en ellos vivieron el propio arquitecto y pintor y agitador de todas las vanguardias, y algunos otros de los modernistas. Todavía resuenan, en esos limpios espacios, los ecos de sus debates apasionados, por ejemplo en torno al Salâo de Maio. Hermosísimo aquello, tan esencial, tan puro, a que Ballester ha sabido reducir esas atmósferas. Las dos imágenes del interior vacío de uno de esos edificios, están entre las más minimalistas del conjunto, y a la vez qué duda cabe de que reflejan sutilmente la atmósfera en que están inspiradas, lo singular de la poética carvalhiana.
  De los muchos bloques de apartamentos que proliferaron en el Sâo Paulo de los años treinta y cuarenta, le fascina especialmente a Ballester, el Edifício Guaraní, de Rino Levi -otro arquitecto formado en Roma, de donde regresó en 1926: en Sâo Paulo la conexión italiana es clave-, una torre circular, cuyo monumental hall es aquí objeto de una fotografía especialmente compleja e impactante, en la cual se equilibran a la perfección la memoria de un pasado ido, y la búsqueda de los valores formales que siempre ha caracterizado al artista madrileño.
  Otro edificio de viviendas importante de Higienópolis, ciertamente uno de los barrios paulistas más poblado de maravillas escondidas, es, ya en la década del cincuenta, el Louveira, de José Vilanova Artigas, antiguo colaborador de Warchawchik, y futuro autor de la Facultad de Arquitectura, que también visitaremos, como visitaremos otros rincones de la Ciudad Universitaria. Las fotografías del Louveira por Ballester, poseen una especial limpieza y precisión geométricas, acordes con el lugar, que tiene algo de metafísico, y uno de cuyos secretos reside en su sutil policromía.
  En nuestra búsqueda de los hauts lieux de la arquitectura moderna paulista, nos fijamos también como objetivo, como no podía ser de otro modo, conocer mejor el trabajo de Lina Bo Bardi, italiana de nacimiento incorporada en 1946, y al igual que su marido -el historiador del arte y de la arquitectura P.M. Bardi-, al melting pot brasileño, a una modernidad cultural y artística que los atrapó para siempre, y a la cual ambos tantísimo contribuyeron. A Ballester le interesó muchísimo, obviamente, la propia residencia, en Morumbi, de los Bardi, la aérea, ingrávida, transparente -como su propio nombre indica- Casa de vidro sobre una colina hoy invadida por la maleza, y qué distinto el entorno hoy, de cómo era a comienzos de los fifties, época en que fue construida la mansión. También retuvo poderosamente su atención el MASP, pero finalmente, aunque las habrá en el libro, en la muestra no hay ninguna imagen del museo de la Avenida Paulista, ni del frondoso y encantador parque ochocentista que, enfrente, habla de los orígenes de la zona. También le inspiró, en la periferia, la deliberada pobreza del SESC Pompéia, culminación de la fase última y brutalista del trabajo de la arquitecta, que para referirse a él utilizaba palabras como bunker, silo, ciudadela, contenedor...
  Lo más tardío que fotografió Ballester en Sâo Paulo, fue precisamente la bellísima reforma de la Pinacoteca do Estado, obra de Paulo Mendes da Rocha, uno de los nombres que demuestran que la modernidad arquitectónica, en Brasil, no es sólo historia, no es sólo pasado, no es sólo nostalgia.
  Una vista general, tomada por Ballester desde un puente, un domingo y a una hora en que por suerte había poco tráfico, dice inmejorablemente el skyline, hoy clásico, del Sâo Paulo de los años inmediatamente posteriores a la primera visita de Cendrars, el Sâo Paulo del Edifício Martinelli -en su momento el más alto de Latinoamérica- y del Banco do Estado de Sâo Paulo, coronado por la bandera blanca, negra y roja, de ese Estado. Imagen fascinantemente inmóvil, con algo de veduta veneciana, de la urbe inquieta, y de su Wall Street, que me recuerda otros Wall Street latinoamericanos por los cuales he caminado, como los de Buenos Aires y Valparaíso...
  Lo que Ballester enseña ahora, en la Pinacoteca do Estado, es la quintaesencia de su trabajo paulista. En el libro cuyo original pronto entregaremos a la imprenta, y que se editará en el propio Brasil, habrá muchísimas más imágenes. Bastantes, de carácter documental, a modo de páginas de un diario visual, irán entreveradas con el mío, hecho de palabras, y al cual incorporo también otros materiales gráficos de la más diversa procedencia. No pocas de esas imágenes de Ballester que estarán en el libro, pero de las cuales no habrá tirada, son fruto de la mera errancia urbana, a veces sin bajar del automóvil de Sergio Guerini, y documentan edificios sobre los cuales ni datos teníamos entonces, ni nos hemos preocupado de buscarlos después. Otras las ha descartado Ballester, a la hora de la exposición, por demasiado "realistas", por demasiado poco integradas a su riguroso proyecto estético, por demasiado "fotografía de arquitectura", que evidentemente él no pretende competir con Julius Schulman, ni con el franco-brasileño Marcel Gautherot, ni con ninguno de los excelentes "cronistas" de la construcción moderna, que como no podía ser de otro modo, han hecho la crónica del rico patrimonio arquitectónico brasileño, y más concretamente, paulista.
  Pintor de formación, Ballester empezó del lado del realismo, que en la España de la segunda mitad del siglo XX ha contado con cultivadores tan importantes como Antonio López García, faro en su día para el benjamín, como para cuantos se buscaban de ese lado, en ese ángulo de la escena. Progresivamente, sin embargo, su figuración se tornó más y más esencial, incorporando actitudes que provienen del minimal, y más atrás en el tiempo, de la pintura de lo sublime. En sus fotografías, a las que dedica hoy más tiempo que a la pintura, acusó en su momento el impacto de la nueva escuela alemana, la de los Andreas Gursky y compañía, pero esa influencia pronto ha quedado olvidada, siendo el suyo un mundo a la postre bastante distinto -y por de pronto, mucho menos frío, algo especialmente claro en sus trabajos brasileños- del de los representantes de aquella.
  Enamorados ambos de Brasil, hay que terminar señalando que este no es sino el primer capítulo de una aventura que continúa. Que nos ha llevado ya, juntos, y en septiembre de 2008, a Rio de Janeiro. Que le ha llevado a él, en solitario, este mismo año, a Brasília, de donde se ha traído algunas imágenes especialmente impactantes. Que pronto nos llevará, juntos de nuevo, a Minas Gerais, otro Brasil distinto, un territorio que no conocemos todavía en directo, pero que hemos leido, y contemplado en no pocas pinturas o fotografías de creadores brasileños, y también de algún forastero, por ejemplo, el argentino Horacio Coppola, que estuvo allá, en los años cuarenta, tras los pasos de Aleijadinho. Forastero, como lo somos nosotros, aunque en un país tan acogedor y sincrético como Brasil, uno pronto deja de sentirse forastero.
   La aventura, sí, continúa.

                                                                               JUAN MANUEL BONET